Te dije que estaba bien, que podía conseguir agua caliente
para el mate a las seis de la tarde y que no importaban las náuseas
que me causaba ese olor; dije que bueno, que ya que habías
llegado sería complaciente, que te dejaría ir tomando por
partes mi habitación, que podías fumar pero solo un cigarrillo
y no en la noche porque el humo me agravaba el asma; que te
quitaras la gabardina porque aquí siempre ha hecho calor y no
hablaras en francés porque ese idioma nunca lo he entendido.
Todo a cambio de tocar tu boca, ir tocando con un dedo el borde
de tu boca e ir dibujándola como si saliera de la memoria de mi
mano. A cambio de avanzar por el resto de tu cuerpo con
movimientos enérgicos hasta armar un boceto, hasta volver a
inventarte y continuar la obra donde otros se detuvieron.
Eras mi confección y yo era tu maga, me había sentado en esa
silla carcomida en la que tú estabas sentado ahora y con los
ojos entornados jugué a verte venir por la desolada ciudad
cruzada de antenas y, al mismo tiempo, levanté los brazos para
trazar con energía los costados de tu cuerpo y reproducir en el
aire, con tinta y saliva, las cejas pobladas que recordaba. Te
llené con las mejores palabras que encontré tras ojear
velozmente algunos de tus libros, con frases fue cosiendo las
coyunturas y después te soplé vida al decir tu nombre.
Estaba bien, todo estaba bien, aunque desde que llegaste armaste
un rebullicio, creaste un orden propio donde se desayunaba con
vino y no se cenaba sino hasta haber escuchado el mismo disco de
Armstrong tres veces. A los pocos días ya habíamos diseñando
una posición intima de lectura en la cual te sentabas en el
suelo contra una pared y yo me colocaba entre tus piernas,
recostada en tu pecho y sosteniendo el libro con las manos,
entonces aspiraba y olías a aguaje, a la resina ácida de los
libros nuevos, a extranjero que viene caminando desde lejos;
luego también ibas tocando mi boca, posabas los dedos sobre cada
sílaba en la lectura hasta sentir el aire filtrase por entre tus
yemas saturadas de nicotina.
Estaba bien, pero tu necedad empezaba a ser tanta, silbabas tan
alto, hablabas tan alto, llorabas tan alto que ellos
intercambiaron las primeras miradas sospechosas. Entendí que mi
cuarto ya no era suficiente para tu hambre. Te sentabas en un
rincón junto a las plantas de sombra y mirabas resentido los
tomos más gastados del estante, reconocías los que habías
escrito, citabas párrafos enteros de memoria, hablándome únicamente
con frases hechas, a tal punto que empecé a creer que solo podías
decirme lo que ya habías dicho una vez, que ya nada nuevo vendría
a quebrar nuestro progresivo, inexorable silencio.
Volvía a pronunciar tu nombre, lo susurré sobre tu cara varias
veces para que te reconocieras, para conjurar otra vez la vida
dichosa que habíamos tenido durante los primeros días. Me
pediste un lápiz, te lo di esperanzada en que retornara a ti el
pulso firme, la palabra infinita, la daga de luz que alguna vez
me movió a invocarte, pero sobre las baldosas pintaste mapas
absurdos, dibujos obscenos, formas retorcidas. Sonreíste
complacido mientras yo también fingía una sonrisa. Comprendí
que ya no te reías conmigo, ahora te reías de mí.
Después soltaste grandes carcajadas a mi costa, sobretodo la vez
en que el corredor del edificio amaneció cruzado de frases
manuscritas. Ellos volvieron a mirarse y acudieron al cuarto para
interrogarme con violencia. Tú lo viste todo oculto en la
penumbra del balcón: las calumnias, los zarpazos en la mirada.
Lo negué todo y ellos, aún sospechando, se fueron contrariados
a interrogar a los otros.
Desde esa noche permaneciste con los ojos abiertos, alumbrando la
oscuridad y mirando hacia la puerta con tus ojos enormes, el lápiz
te temblaba entre las manos y el cigarrillo entre los labios. Ya
no había suficientes sesiones de lectura ni suficientes discos lánguidos
para volver a unirnos, estabas intranquilo y yo, en mi insomnio,
dejaba que esa intranquilidad progresara entre tus venas como un
filtro siniestro. Esa intranquilidad era mi venganza por mi
propia intranquilidad, por el miedo a que ellos te encontraran y
te rompieran.
Te habías desdibujado, eras una silueta cada vez más borrosa y
traslúcida, un hijo querido y rebelde, que no se resignaba a
entender que su mundo era ahora un menudo cuarto y que ellos no
concebirían nunca que habías vuelto para mí. Ellos, que no
estaban enterados del poder de las palabras mágicas.
Una tarde me despertaron sus risas, eran risas roncas como
desgarrones. Miré hacia la silla donde solías dormitar, estaban
los libros, el lápiz, un par de papeles ajados y tus anteojos;
estaba tu olor a humo, pero en lugar de tu cuerpo un formidable
vacío que empezó a espesarse en mi pecho. Caminé hasta el balcón
mientras escuchaba tintinear la fe rota dentro de mí; el viento
del atardecer silbaba en los techos, la ciudad lucía ocre y húmeda.
Un ruido ligero en la acera de enfrente me atrajo, el zapateo ágil
y feliz de un muchacho que brincaba las cuadrículas de una gran
rayuela y equilibraba con cuidado su peso hasta llegar al cielo.
Con una media sonrisa aguardé a que se silenciaran las
carcajadas, tomé el desgajado libro, el lápiz mordido por tu
angustia, la silla y empecé a crearte, esta vez sobre los
papeles y con los ojos abiertos.
Por Solange Rodríguez - Ecuador